martes, 22 de febrero de 2011

22/2/11 Una fecha matemática.


Matemática es la ecuación de malos resultados que tengo últimamente porque la dichosa "x" tiene soluciones infinitas parece ser, o será que siempre lo planteo mal y cada vez me sale una cosa peor que la anterior.

Pero sinceramente, no entiendo nada. Y sí, estoy muy gráfico hoy, a ver si eso me ayuda en algo. A ver si me impregno de algo del de "Una mente maravillosa" y consigo descifrar lo que debo de hacer. Aunque no sé si quiero llegar a ese estado para solucionarlo. Pero solución he de ponerle. La cosa va de puntos y seguido hoy. Puntos que hay que leer y poner en orden, o desordenar y dejarse llevar. Yo que sé!






Llevo dos días intentando diluir un terrón de azúcar que no para de empaparse de café frío y no hay manera de deshacerlo en el barroso liquido. Con lo fácil que sería coger el microondas y creer lo que dice el manual de instrucciones, que parece que necesitemos uno los humanos también. Y creer lo que se dice en las hojas del folleto, del folleto que está impreso en mi cara. De lo que digo y dejo de decir, de lo que intento explicar, explicarme yo que sé!



Y yo que sé! necesito pegar un par de pelotazos contra una pared y sacar adrenalina. Pensar más frío como el dichoso café. No sé que hacer. No lo sé.



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lunes, 14 de febrero de 2011

Reflexiones a medianoche


- "Gran parte de lo mejor que tenemos reside en nuestro amor a la familia, esto es la medida de nuestra estabilidad porque mide nuestro sentido de la lealtad." (Haniel Long)



Y ya está...



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domingo, 6 de febrero de 2011

Comienzo de una historia.


Todavía recuerdo como empezó todo. Estaba allí, en Francia allá por el año 1345, anclada en el Sena, silueta ultramarina y serpenteante -reflejo del cielo en la tierra- en su corazón, en la pequeña isla de Cité encontré la mayor catedral gótica parisina, Notre Dame.  Rodeada de enormes jardines se destapa la fachada principal por la que se encaraman hasta el cielo dos imperantes torres dando cobijo al trío de portones de la catedral. Girando la esquina se alarga su cuerpo dejando ver las naves norte, sur, principal y dejando las capillas absidiales al fondo. Pero, entre tanta majestuosidad y generosas fachadas labradas a base innumerables horas de pico y escarpe solo resplandecía una pequeña figura redonda - parfaite et eblouissant - el pequeño rosetón destacando entre aquella masa de piedra y crucifijos. Minúsculo pero avasallante.

Era inevitable que no me fijara en él, me absorbía la mirada, la mente e incluso me pareció notar como parte de mí se difuminase con aquella luz resplandeciente entre la neblina de aquel oscuro y angosto París. Pero no era el caleidoscopio de la catedral lo que captaba mi atención, sino el juego de luces y colores que mezclaba tonos morados y verdes turquesa resultando un azul tan penetrante como la mirada que ofrecía aquella boca de luz. Era como si una aurora boreal se hubiera apoderado por un segundo de la catedral, tal era el estallido de sensaciones que emanó el conjunto de cristales sobre la fachada de la catedral que el resto de la ciudad y el propio río se perdieron en la sombra del olvido de un joven que había sido testigo por casualidad del momento más importante de su vida, tan obnubilado se quedó por la imagen que no pudo imaginar la repercusión que ello iba a tener hasta muchos años después. Él solo la había visto pero ella ya le poseía.


Lo cierto es que yo llevaba un par de siglos labrado en el mundo hasta ese día. Pero no, yo no estaba en París aquella mañana, puede que de alguna manera sí que estuviera pero no de mente, que se ubicaba unos cientos de kilómetros al este, 848 kilómetros exactamente, en el  norte de Italia, Milán -maledetto incompetente, pensé siglos más tarde-. En el Duomo de Milán, entre una millonada de toneladas de piedra viva, pasillos y salones decorados por columnas y capiteles con motivos románicos, techos elevados hasta la treintena de metros, cuadros de épicas batallas colgando del cielo interior y figuras valiosísimos sobre la antigua mitología griega y romana. La cara al público no se mostraba menos elaborada que el interior; los escarpados chapiteles que nada tenían que envidiar al mismísimo Etna, mientras que las cristaleras dejaban pasar el Sol de la toscana y llenaba de vida el centro urbanístico de la propia ciudad. Este era yo, mi mente correteaba jugueteando por los pasillos de la Santa Casa del Signore, encontrando pasadizos secretos y atajos para todos los obstáculos que encontrase. Pero mi cuerpo estaba preso de mi propia mente, de lo que yo no era consciente todavía. 

Me pasaba los años mirando a la gente desde arriba creyéndome algo que nunca fui en esencia, solo había que observarme un poco nada más -Un misero statua di pietra- algo germinaba en mi interior; aquel haz de luz parisino no había sucedido en vano gritaba mi estómago, hasta que un fatídico día un siglo después -1453- el Imperio Bizantino y con él  Constantinopla cayeron, por lo que quedaba del Imperio Romano de Oriente murió arrastrado por una vorágine de incontrolables desdichas.